Los últimos exabruptos del conocido académico Sergio Aguayo Quezada, profesor-investigador de El Colegio de México, investigador del SNI-CONACYT y con investigaciones destacadas sobre la violencia en México, resumen el malestar prevaleciente entre ciertas elites académicas en México, cuyo prestigio construido en los pasados 30 años cae estrepitosamente.
El académico pasó de comparar la politiquería del conflicto en el CIDE,
CPI-CONACYT, atizada por grupos afines a Enrique Cabrero, exdirector del
CONACYT, quien repartió dinero público a empresas extranjeras y mexicanas
dizque para hacer investigación, y a Claudio X. González, con la represión en
el 68 afirmando que los “intelectuales” son más populares que AMLO.
Sin posibilidades de probar su dicho, reprodujo un par de datos en redes
sociales a partir de una encuesta de fines del año pasado, en la que más del
80% de los encuestados resaltaba la importancia de la ciencia y aprobaba la
mejora de las universidades. Si ambos indicadores le sirven al académico para
sustentar su dicho de la “mayor” popularidad de los intelectuales, yerra.
Para muchos mexicanos, la ciencia y mejores universidades son asuntos
importantes, pero no son indicadores de “mayor” apoyo a los intelectuales o que
tengan una base social masiva como la del presidente de México, o más amplia.
Los intelectuales, sin duda, son personajes fundamentales en la vida cultural,
social, económica, política, crítica, de cualquier país.
Sin embargo, representan un reducido –muy reducido- sector de la
población, así como a una limitada fracción de la sociedad. En la historia de
las naciones han jugado un papel importante, en particular por su cercanía al
poder político y los gobernantes, acorde con la clásica perspectiva de Antonio
Gramsci del intelectual orgánico. Pero sirven para justificar y legitimar un
régimen.
El intelectual Aguayo es parte de un reducido grupo de académicos que en
los pasados 30-40 años se consolidó, tanto por sus destacadas opiniones, investigaciones,
activismo, cercanía al poder y como parte de grupos coformados en torno a
ciertos personajes, revistas, instituciones académicas, que adquirieron
resonancia, prestigio y relevancia con y ante el poder político.
Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, dos grupos de intelectuales
orgánicos conformados en torno a las revistas Vuelta, con Octavio Paz, Premio
Nobel de Literatura, a la cabeza, y Enrique Krauze, su segundo de abordo, y
Héctor Aguilar Camín, líder de la revista Nexos, en la que no pareció haber un
único operador, sino varios fieles seguidores, despuntaron.
Como se ha dado a conocer públicamente, ambos grupos se beneficiaron de
prebendas, contratos y diversos privilegios que los catapultaron en el
imaginario social de ciertas elites y sectores de la sociedad mexicana, como
caudillos culturales que, bajo el mecenazgo de los gobiernos del PRI y el PAN,
fueron imponiendo sus ideas, ideología y visión de la sociedad.
Con los gobiernos del PRI y el PAN (1988-2018), los intelectuales orgánicos
mexicanos se consolidaron como grupos de poder que hicieron negocios y
justificaron con sus ideas al poder político. Quizás el neoliberalismo de la
tecnocracia educada en el ITAM, Harvard, Yale, y otras universidades mexicanas
y extranjeras, no se hubiese afianzado sin su presencia.
Si bien, la tecnocracia en el gobierno tuvo la tarea central en la
imposición y normalización del neoliberalismo en México, la influencia de los
intelectuales orgánicos en la vida social, económica, política y cultural, fue
importante. Los grupos en torno a las revistas Vuelta y Nexos acompañaron con
ideas, análisis, reflexiones, sustentadas o no, el despliegue neoliberal.
Por ejemplo, el conocido libro de Enrique Krauze, Por una democracia sin
adjetivos (1986), cuyo principal antecedente fue un artículo publicado en la
revista Vuelta en 1984, presentó aspectos del liberalismo que posteriormente
serían complementados por los extremismos del neoliberalismo: libertad
individual, libre mercado, estado pequeño, precariedad laboral, todo a
ultranza.
La libertad individual a ultranza socavó lo colectivo y la vida
comunitaria. El libre mercado implicó la desregulación de la vida económica,
política, social y cultural. El estado pequeño obligó a los gobiernos a
administrar los ingentes problemas sociales, dejando a las llamadas ONG,
financiadas por el propio gobierno, asumir lo que ideológicamente rechazaba el
neoliberalismo.
Si bien, en los pasados cuarenta años se comenzó a construir una
sociedad de derechos, en algunos casos fue simulación, además de que algunas
ONG, que se erigieron en representantes de diversos grupos sociales y
salvaguarda de distintos derechos, justificaron las atrocidades de los
gobiernos neoliberales. Ciertas organizaciones aplaudieron algunas causas aparentemente
justas.
Fue el caso de organizaciones que apoyaron la guerra contra el narco,
pero jamás vieron los contubernios de funcionarios con los delincuentes. El
ejemplo preciso es el gobierno de Felipe Calderón, cuya guerra contra el narco
y sus crímenes de lesa humanidad fueron justificados y acompañados por
intelectuales y ONG, sea callando o participando de diverso modo.
El modelo neoliberal impuesto y promovido por los gobiernos del PRI y el
PAN, fue bien codificado por la frase acuñada por el fallecido Carlos Castillo
Peraza: el triunfo cultural de su partido, adecuado a los extremismos del
neoliberalismo: libre mercado, no intervención del Estado, entre otros
aspectos. Por delante los negocios, sin importar sus implicaciones.
Con el arribo del presidente Andrés Manuel López Obrador al poder
político en 2018, comenzó el desmantelamiento de algunas de las bases que
sostienen el modelo neoliberal. Sin duda sus efectos entre la intelectualidad
orgánica han sido devastadores. Se acabaron los contratos, compra de espacios
publicitarios, revistas, edición de libros con cargo al erario, entre otros
aspectos.
Pero no solo el fin de los negocios les produjo malestar a los
intelectuales. Quizás el hecho de marginarlos de la agenda nacional, en
términos ideológicos y políticos, es lo que más les afecta. El actual
presidente y su gobierno los redujo a opinantes por cuya narrativa ya no les
pagan, convirtiéndose en activos detractores, no críticos, de las
transformaciones en marcha.