miércoles, 4 de noviembre de 2009

Para exorcizar el horror de todos los días

¿Te atreves ahora, oh alma a caminar
conmigo hacia la región desconocida,
donde no hay piso para los pies
ni sendero que seguir?
Walt Whitman, Hojas de hierba

A la inseguridad de todos los días, la violencia insana, sumemos las mezquindades del “gobierno” azul y los “legisladores” de PRI-PAN que golpean nuevamente a la mayoría de los mexicanos, mientras protegen a los privilegiados y salvaguardan sus propios intereses y prerrogativas. Nada les importa el bienestar de la colectividad.

Pero amable lector, hoy haré a un lado lo que parece un desdén insano de la mafia política, la oligarquía y sus medios de comunicación, para pensar la inseguridad cotidiana que violenta la vida de la gente. La violencia verbal, el acoso, el abuso de género, las ejecuciones, masacres y asesinatos, tienen permiso diario.

Nuestra seguridad, confianza en los días por venir, se ha ido cubriendo de horror, desengaño y preocupación cotidiana. Salir a la calle, transitar por las conflictivas avenidas, termina de colmar la cotidianeidad que comenzó con la disposición de enfrentar el horror de todos los días. Ese susto que produce cierto poder recorriendo las calles.

No falta hora y día que la soldadesca, los policías, se impongan en nuestro cotidiano andar. Sirenas, rostros adustos, armamento, blindados. Todo acaba de nublar el día, la tarde, la noche antes de dormir. Uno se pregunta dónde fue el levantón, el secuestro exprés, la balacera. A quién se llevaron, a quién acribillaron.

Los medios impresos, tan profusos en nimiedades y frivolidades, exponen fotografías, notas mal redactadas y pesquisas imprecisas sobre los últimos ejecutados, descuartizados, secuestrados, desaparecidos. También hacen del espectáculo mediático de la guerrita contra el narco página roja de primer impacto.

Como quiera, la sonrisa afable, el saludo amistoso, nuestros ejes de todos los días, nos esperan y contactan. Miradas, sonrisas, cotidianos menesteres. Relajarse, enfrentar con la mirada en alto, los brazos abiertos, el deseo diario de avanzar, cambiar cosas, descubrir realidades. Eso es lo que nos mueve.

Decía mi querida madre, que en paz descansa, cuando no hacía con premura una tarea, un encargo que se nos dejaba, nada más “se te pasea el alma por el cuerpo”. Metáfora hermosa que parece desmentir que la psique (el alma) reside en el cerebro o que, si así fuera, se da permiso de recorrer nuestro cuerpo, buscando dar paz, armonía.

Sí, cuando el alma avanza por nuestro cuerpo, esa entelequia que dinamiza nuestro andar, armoniza nuestros fluidos, articulaciones, latidos, amores y desamores, encontramos algo de paz. El destino no está hecho, lo vamos haciendo cotidianamente, y el alma deslizándose por nuestro organismo va cubriendo desencantos y encantos.

Como antropólogo, fui entrenado para observar, buscar regularidades, pensar en patrones, a partir de las interacciones de las personas, de las relaciones sociales, en contextos afables y hostiles, pero el paseo del alma por el cuerpo lleva también al asombro, el descubrimiento, lo que tanto apreciaba uno de mis entrañables profesores.

Por eso, al pensar, observar, recopilar información de la cotidianeidad del horror, recapitulo en la saña, la amoralidad e inmoralidad del monstruo que enfrentamos diariamente. El descubrimiento de la alteridad, del otro, se convierte en desconocimiento como personas, homínidos, de quienes comenten tales atrocidades.

Un ex funcionario decapitado; varios hombres descuartizados; ejecuciones atroces. Quizás la insensibilidad crece porque el alma no se pasea tanto por el cuerpo. En defensa; negamos, en el mejor de los sentidos de Freud; quizás es lo que nos despierta todos los días. Los otros son personajes mediáticos, no los conozco. No quiero saber nada.

Pero lo mediático no quita las ganas de adelantarse, ni lo mediatizado lo jodido. Nuestro horror cotidiano se desvanece con las sonrisas de los cercanos, no de quienes conducen sus poderosos vehículos, quienes suponen que exorcizan su jodidez tras imponentes automóviles y las cotidianas violaciones a la civilidad y los reglamentos de tránsito.

El sentido de civilidad y de comunidad están hoy rotos. No nos reconocemos en los otros; los otros nos ven como adversarios; los desconocemos, a pesar de habitar espacios comunes. La cotidianidad es una maraña de intereses, individualismos, confrontaciones, ganas de sobrevivir al otro, a los otros. Marca de la violencia diaria.

La violencia no es una entelequia como nuestro cuerpo; nuestra alma que se pasea por nuestros recónditos e inhóspitos adentros, deposita en nosotros paz y mucha paciencia. Por ello, diariamente despertamos y acometemos tareas, obligaciones y derechos, mientras los otros, el Estado, la delincuencia, buscan amedrentarnos.

Estas líneas son para exorcizar la cotidianidad, no para eludir responsabilidades ciudadanas, tampoco porque el miedo gane e inmovilice. Sobresale la preocupación, la inseguridad. Pero hay que salir para regresar todos los días, ver la cara amable de quienes nos esperan. Porque, afortunadamente, vemos y nos ven.

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