A pesar de las maniobras de los medios afines, las declaraciones
deslumbrantes de la oficialidad, las edecanes generosas que se pasean
ante los candidatos presidenciales, la masacre de Nuevo León, 49
personas asesinadas con los cuerpos desmembrados e incompletos,
atestigua la barbarie que vivimos.
Este nuevo daño colateral, atroz por su crueldad, muestra el fracaso de
una pretendida guerra contra el narco que, a decir de Noam Chomsky, es
claro ejemplo de las simulaciones de la política estadounidense de
seguridad que ha impuesto en el continente. Perfila también los odios
rivales que los oficialismos internos y externos parecen promover.
Según un recuento periodístico (Provincia, 13/05/12), es la séptima
masacre del año. De éstas, tres fueron reportadas en nuestro estado, y
una en los siguientes sitios: crucero Agua Caliente (camino Pihuamo a
Colima); Choix, Sinaloa; Nuevo Laredo, Tamaulipas, y la reciente en
Cadereyta, Nuevo León. 143 personas en total.
En 2010 y 2011 se reportaron los asesinatos colectivos más turbadores
desde el inicio de la guerra de Felipe Calderón. Según parece, la
desquiciante búsqueda de legitimidad, que hasta ahora no ha logrado,
aceleró la barbarie que vivimos, producto también de la descomposición
social y la ruptura del tejido social.
A principios del presente siglo, mientras Vicente Fox y sus votantes se
engolosinaban con “un gobierno de empresarios y para empresarios”, el
candidato perredista por la gubernatura michoacana, a la postre
gobernador de nuestra entidad, planteó la urgente necesidad de
reconstruir el tejido social, cuya ruptura mostraba signos preocupantes.
Desafortunadamente poco hizo para diagnosticar y reconstruir el tejido
social. Y en las siguientes campañas ningún candidato retomó seriamente
la urgencia de analizar y plantear programas y políticas públicas para
localmente desentrañar la descomposición social que en los últimos años
se ha entronizado como barbarie cotidiana.
Los asesinatos colectivos son la punta del iceberg de profundos y
complejos procesos sociales de descomposición a nivel local y
comunitario. Los feminicidios, los asesinatos individuales, los
secuestros, las desapariciones y otros atentados contra las personas,
las cosas y los bienes, son también expresiones de la desintegración
social.
Reportes periodísticos e investigaciones académicas recientes muestran
la complejidad de los procesos sociales de los que cotidianamente surgen
conductas e identidades asociadas con las formas delincuenciales que
prácticamente se han incrustado en amplias regiones y localidades del
país. Nuestro estado no escapa a este impacto.
Por ello, no basta con declarar que las rivalidades entre grupos
delincuenciales, cuyas conductas patológicas van más allá de la
deshumanización, pues el ejercicio de la violencia legítima por parte
del Estado, tiene que ver con las brutales escenas de las masacres,
regularmente signadas con narcomensajes y reivindicaciones de corte
paramilitar.
En esta guerra, las delincuencias organizadas en cárteles ejercen un
tipo de terrorismo contra sus rivales y la población civil, disputando
el poder local y regional a los gobiernos electos. Sus pleitos por el
territorio, el mercado de las drogas, los consumidores, los
extorsionados y secuestrables, son un desafío al poder del Estado.
La fragmentación de los cárteles, el desprendimiento de células
entrenadas para delinquir, el surgimiento de imitadores (copy cats), dan
cuenta de que la base de su sustento sigue intacta. Las redes de lavado
de dinero, producto de las actividades ilícitas, la complicidad e
impunidad que otorgan algunas élites económicas y políticas siguen su
curso.
A nivel local y regional, entre amplios segmentos de la población civil
se ha ido construyendo una subcultura delincuencial, la que genera
procesos de identidad y socialización que implican su reproducción y
normalización. Estas situaciones hacen aún más notables las históricas
ausencias del Estado en localidades y regiones.
Buena parte de los procesos de descomposición social tienen sus raíces
en la ausencia y el olvido gubernamental, la pobreza, la marginación y
la cultura patriarcal. Pero pesa aún más el abandono oficial y las
formas caciquiles y clientelares que las élites económicas y políticas
locales y regionales ejercen cotidianamente.
En una entidad como la michoacana, la profundización de la pobreza rural
y la celeridad de la caótica urbanización acentuaron la fragmentación
territorial, generándose así formas culturales e ideológicas locales y
regionales e identidades altamente permeables a los procesos
delincuenciales.
La ruptura del tejido social es así producto de dinámicas internas y
externas, potencializadas por políticas económicas y sociales
implementadas en los últimos 30 años que únicamente han administrado la
pobreza, la marginación y la descomposición social, sin generar vías
reales para evitar su reproducción y profundización.
Sin duda, los programas de combate a la pobreza, las políticas
neoliberales y la globalización como proceso que a la vez que incluye,
excluye a amplios territorios y segmentos de la población, no tienen el
interés de resolver la pobreza y la marginación, sino administrar
algunas de sus tendencias de corto plazo.
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