miércoles, 16 de mayo de 2012

Descomposición y barbarie

A pesar de las maniobras de los medios afines, las declaraciones deslumbrantes de la oficialidad, las edecanes generosas que se pasean ante los candidatos presidenciales, la masacre de Nuevo León, 49 personas asesinadas con los cuerpos desmembrados e incompletos, atestigua la barbarie que vivimos.
Este nuevo daño colateral, atroz por su crueldad, muestra el fracaso de una pretendida guerra contra el narco que, a decir de Noam Chomsky, es claro ejemplo de las simulaciones de la política estadounidense de seguridad que ha impuesto en el continente. Perfila también los odios rivales que los oficialismos internos y externos parecen promover.
Según un recuento periodístico (Provincia, 13/05/12), es la séptima masacre del año. De éstas, tres fueron reportadas en nuestro estado, y una en los siguientes sitios: crucero Agua Caliente (camino Pihuamo a Colima); Choix, Sinaloa; Nuevo Laredo, Tamaulipas, y la reciente en Cadereyta, Nuevo León. 143 personas en total.
En 2010 y 2011 se reportaron los asesinatos colectivos más turbadores desde el inicio de la guerra de Felipe Calderón. Según parece, la desquiciante búsqueda de legitimidad, que hasta ahora no ha logrado, aceleró la barbarie que vivimos, producto también de la descomposición social y la ruptura del tejido social.
A principios del presente siglo, mientras Vicente Fox y sus votantes se engolosinaban con “un gobierno de empresarios y para empresarios”, el candidato perredista por la gubernatura michoacana, a la postre gobernador de nuestra entidad, planteó la urgente necesidad de reconstruir el tejido social, cuya ruptura mostraba signos preocupantes.
Desafortunadamente poco hizo para diagnosticar y reconstruir el tejido social. Y en las siguientes campañas ningún candidato retomó seriamente la urgencia de analizar y plantear programas y políticas públicas para localmente desentrañar la descomposición social que en los últimos años se ha entronizado como barbarie cotidiana.
Los asesinatos colectivos son la punta del iceberg de profundos y complejos procesos sociales de descomposición a nivel local y comunitario. Los feminicidios, los asesinatos individuales, los secuestros, las desapariciones y otros atentados contra las personas, las cosas y los bienes, son también expresiones de la desintegración social.
Reportes periodísticos e investigaciones académicas recientes muestran la complejidad de los procesos sociales de los que cotidianamente surgen conductas e identidades asociadas con las formas delincuenciales que prácticamente se han incrustado en amplias regiones y localidades del país. Nuestro estado no escapa a este impacto.
Por ello, no basta con declarar que las rivalidades entre grupos delincuenciales, cuyas conductas patológicas van más allá de la deshumanización, pues el ejercicio de la violencia legítima por parte del Estado, tiene que ver con las brutales escenas de las masacres, regularmente signadas con narcomensajes y reivindicaciones de corte paramilitar.
En esta guerra, las delincuencias organizadas en cárteles ejercen un tipo de terrorismo contra sus rivales y la población civil, disputando el poder local y regional a los gobiernos electos. Sus pleitos por el territorio, el mercado de las drogas, los consumidores, los extorsionados y secuestrables, son un desafío al poder del Estado.
La fragmentación de los cárteles, el desprendimiento de células entrenadas para delinquir, el surgimiento de imitadores (copy cats), dan cuenta de que la base de su sustento sigue intacta. Las redes de lavado de dinero, producto de las actividades ilícitas, la complicidad e impunidad que otorgan algunas élites económicas y políticas siguen su curso.
A nivel local y regional, entre amplios segmentos de la población civil se ha ido construyendo una subcultura delincuencial, la que genera procesos de identidad y socialización que implican su reproducción y normalización. Estas situaciones hacen aún más notables las históricas ausencias del Estado en localidades y regiones.
Buena parte de los procesos de descomposición social tienen sus raíces en la ausencia y el olvido gubernamental, la pobreza, la marginación y la cultura patriarcal. Pero pesa aún más el abandono oficial y las formas caciquiles y clientelares que las élites económicas y políticas locales y regionales ejercen cotidianamente.
En una entidad como la michoacana, la profundización de la pobreza rural y la celeridad de la caótica urbanización acentuaron la fragmentación territorial, generándose así formas culturales e ideológicas locales y regionales e identidades altamente permeables a los procesos delincuenciales.
La ruptura del tejido social es así producto de dinámicas internas y externas, potencializadas por políticas económicas y sociales implementadas en los últimos 30 años que únicamente han administrado la pobreza, la marginación y la descomposición social, sin generar vías reales para evitar su reproducción y profundización.
Sin duda, los programas de combate a la pobreza, las políticas neoliberales y la globalización como proceso que a la vez que incluye, excluye a amplios territorios y segmentos de la población, no tienen el interés de resolver la pobreza y la marginación, sino administrar algunas de sus tendencias de corto plazo.

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