miércoles, 28 de abril de 2010

Stop the hate

“Stop the hate”: una de las leyendas en pancartas y voces en las calles de Arizona, antes y después de que la gobernadora Jan Brewer firmara la controversial ley SB 1070, instrumento que legaliza la discriminación, exclusión, maltrato y racismo hacia los indocumentados, particularmente los mexicanos.
Arizona no es parte del asentamiento histórico de mexicanos en Estados Unidos. La política inmigratoria de ese país, instaurada en los noventa del siglo pasado que redefinió las rutas de acceso, convirtieron a ese estado en paso obligado de los indocumentados; además, la pujanza económica de los últimos años los atrajo por la creciente oferta laboral.
Sin duda, la ley SB 1070 tiene intereses electorales, pero podría ser punta de lanza para que otros estados, a pesar de que la política inmigratoria es un asunto estrictamente federal, tomen en sus manos lo que para la gobernadora Brewer es ya un problema que el gobierno estadounidense no quiere enfrentar y menos resolver.
La gobernadora de Arizona apoya así al extremismo republicano, representado por el sheriff del condado de Maricopa, y el tea party, grupos de ciudadanos conservadores organizados fuera del Partido Republicano, de creciente influencia. En la búsqueda por la reelección no parece importar ser calificado de nazis y racistas.
En menos de noventa días, atravesar, vivir, trabajar en Arizona, podría ser peligroso para la integridad de los inmigrantes, indocumentados o no; la SB 1070 basa sus indagatorias en el perfil de quien es sospechoso de estar en ese estado de manera ilegal. Ese perfil tiene mucho que ver con el color de la piel, la estatura y la aparente filiación mexicana.
Hace algún tiempo, recibí un extrañamiento porque, dicen que cuando abordo el tema que da cabeza a esta columna, resulto “pro-inmigrante”. Es decir, que apoyo y valoro aún más a los mexicanos que cruzan nuestra frontera norte y viven como indocumentados en Estados Unidos. Argumenté que esa jamás había sido o sería mi postura.
La situación es muy simple: creo, de corazón, conciencia y compromiso, que migrar es un derecho humano. Yo mismo soy migrante, pero mi condición personal poco tiene que ver con esta idea. Desde hace más de diez años he dedicado mi vida profesional a estudiar, comprender y explicar la migración mexicana a Estados Unidos.
Hay razones individuales, colectivas y comunitarias que empujan a la gente a emigrar; la expectativa de una vida diferente sigue siendo el motor, pues un empleo mejor remunerado puede hacer la diferencia entre la precariedad, la pobreza, la indiferencia, el abandono y el bienestar. Y la gente tiene derecho al trabajo, la migración y a la diferencia.
La inmigración mexicana y latina, como problema, reflejan, por un lado, las tremendas disparidades socioeconómicas y políticas persistentes en América del Norte, y por el otro, la subordinación y dependencia de México a Estados Unidos. El asunto es bilateral, pero se sigue manejando como doméstico y político en ambos lados.
Esta ley antiinmigrante muestra también la incapacidad política y diplomática del “gobierno” mexicano. No sorprende la tibia reacción: “la criminalización del fenómeno migratorio, lejos de contribuir a la cooperación y colaboración entre México y ese estado, representa un obstáculo en la solución de los problemas comunes” (El Universal, 24/04/10).
La inmigración indocumentada no es nada más un asunto de colaboración y cooperación con una entidad fronteriza; tiene que ver con la relación bilateral con un país socio y vecino. El narcotráfico y el terrorismo que amenazan con irrumpir en territorio estadounidense, como la Iniciativa Mérida lo muestra, hace a un lado lo demás.
Asimismo, a pesar de que México depende de la recuperación económica de Estados Unidos, nada se hace para impulsar medidas en las que la mano de obra mexicana sea un elemento importante. La emigración mexicana sigue siendo la válvula de escape de un gobierno fallido, entrampado en una guerrita perdida.
“Stop the hate”, es apenas un llamado de atención sobre lo que podría convertirse en una cruzada antiinmigrante de incalculables consecuencias. Hoy Arizona es territorio antiinmigrante, pero en otros rincones de la Unión Americana crece el temor al otro, al indocumentado, transformándose en odio irracional.
Quizás sea el momento para que el “gobierno” mexicano deje la retórica de un lado y plantee el problema inmigratorio al mismo nivel que el de la violencia del narco y el peligro del terrorismo. Es tiempo de poner en la mesa un asunto que ambos países, sus gobiernos y oligarquías, tienen que enfrentar.
La profundización de la pobreza en México, así como sus vínculos y derivaciones con la delincuencia organizada, particularmente el narco, tienen que hacer que la relación bilateral y la diplomacia salgan de su propio entrampamiento y oscuridad. México tiene que pasar de la reacción y la retórica de la defensa de los mexicanos al activismo y compromiso.

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