Lo sucedido hace dos semanas en Perú, es buen ejemplo de la guerra de las oligarquías latinoamericanas contra la reciente ola de gobiernos progresistas e izquierdistas. Son guerras en las que el clasismo, el racismo, la discriminación y el poder económico y su brutal concentración en pocas manos, juegan un papel fundamental. Las oligarquías en América Latina, la mayoría de origen criollo, no solo repelen las ideologías con orígenes en la izquierda, guerrillas, movimientos sociales, la defensa de los pueblos, el protagonismo de líderes y políticos provenientes de los pueblos originarios, sino también cualquier cambio que atente en contra del estatus quo que resguarda sus privilegios, apropiación de la riqueza, explotación de los trabajadores y grupos étnicos, las instituciones estatales que garantizan su poder económico y político, los medios corporativos y el intervencionismo de gobiernos extranjeros, como Estados Unidos.
Sin embargo, los escenarios han cambiado, no solo porque los mecanismos
de dominación y explotación están transformándose de manera acelerada, sino
también porque los gobiernos progresistas y de izquierda han decido jugar el
juego de la democracia burguesa. Lo anterior no significa que la esencia de la
acumulación capitalista no continúe determinando a sociedades y naciones. Por
ejemplo, el neoliberalismo, a pesar de la crisis de sus principales premisas
que revelan la crisis del capitalismo, penetró todos los rincones de las
sociedades, e incluso arrebató a la izquierda una serie de causas y empoderó a
grupos que se autonombraron la “sociedad civil”, muchos de los cuales buscaron
llenar los huecos dejados por la minimización del Estado, financiados por los
gobiernos nacionales y extranjeros.
Asimismo, la oligarquía y sus grupos política e ideológicamente afines,
simulando luchar por los derechos de los más necesitados, grupos vulnerables y
la diversidad sexual, fueron elaborando una perversa narrativa por medio de la
que se apoderaron de luchas y causas justas, muchas enarboladas por la
izquierda, movimientos sociales y liderazgos progresistas e izquierdistas,
además de usar las leyes y el estado de derecho sancionado por el
neoliberalismo, para minar a los gobiernos izquierdistas y progresistas que
arribaron al poder político acorde con las reglas de la democracia burguesa,
pero que las oligarquías nacionales y extranjeras experimentaron como atentados
a sus privilegios y el estatus quo. Fue el caso de Lula en Brasil, acusado
falsamente de corrupción por jueces derechistas y replicado por los medios
corporativos, incluidos aquellos “independientes” y supuestamente progresistas.
Es en este contexto en el que se consolida el golpe blando, la guerra
híbrida y el lawfare. Es decir, el derrocamiento de los gobiernos de izquierda
y progresistas por otros medios: las constituciones nacionales, leyes de todo
tipo y el poder judicial afín a la oligarquía y la derecha y ultraderecha. En el
caso de Lula en Brasil, bastó un cúmulo de falsedades para encarcelarlo y
derribar a su sucesora, Dilma Rousseff. En Bolivia se usó el aparato electoral
y judicial para derrocar a Evo Morales e impulsar un golpe de estado. En
Ecuador se inventó un expediente de supuestos sobornos contra el expresidente
Rafael Correa, en el intento de la derecha ecuatoriana para encarcelarlo y
evitar su candidatura a la presidencia. En Argentina, el aparato judicial que
sobrevive a las sangrientas dictaduras condenó a la cárcel y a no poder ejercer
ningún cargo público a la vicepresidenta, Cristina Kirchner, mientras en Perú,
acorde con la constitución prevaleciente, en la que el congreso puede inventar
cualquier cargo contra un presidente electo legítimamente, se promovió un golpe
de estado contra el presidente Pedro Castillo.
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