La presidenta de México anunció recientemente que se crearán más de 300
mil nuevos espacios para estudiantes universitarios de nuevo ingreso, pero para
disgusto de sus críticos, particularmente de la “izquierda buenaondita”, será a
través del fortalecimiento y ampliación de la Universidad Rosario Castellanos,
creada durante su mandato en CDMX, y el sistema de universidades “Benito
Juárez”, instituido por AMLO. El malestar no se hizo esperar. Según sus
críticos, debería mirar a las actuales universidades públicas para reforzarlas
y hacerlas crecer, pero sus mismos detractores evitan plantear que
prácticamente todas las universidades públicas autónomas están copadas por
mafias y grupos de poder y privilegiados que impiden el cambio interno
profundo.
Son grupos aferrados a intereses internos y privilegios de todo tipo;
los sindicatos administrativos y de profesores, además de mafias y burocracias
ligadas a políticos, partidos políticos, gobiernos estatales y elites locales,
han anclado a las universidades públicas no a la consecución de los derechos de
los trabajadores y docentes, y el cumplimiento de sus principales funciones
–docencia, investigación y difusión de la cultura-, sino a privilegios de grupo
y clase. Esta situación, además del uso político de la autonomía para resguardar
privilegios y sostener la opacidad y el uso de los recursos públicos sin
rendición de cuentas y austeridad, hace casi inviable construir un sistema
universitario público sin mafias sindicales y académicas.
Antes de los dorados años neoliberales, en muchas universidades públicas
estatales se conformaron diversidad de grupos –porriles, organizaciones
estudiantiles combativas, sindicatos que reivindicaban los intereses de
docentes y personal administrativo, sindicatos charros, colectivos ligados a
grupos de izquierda radical y de derecha, burócratas, etc.-, muchos de los
cuales se adueñaron de las estructuras universitarias, convirtiendo los
espacios universitarios en campos de batalla de privilegios y subordinación a
grupos políticos, partidos políticos y gobiernos. Pero las décadas neoliberales
significaron, en todos los casos, la consolidación de mafias académicas,
sindicales y burocráticas que hicieron del ingreso –estudiantil, docente,
investigadores, académicos en general, trabajadores administrativos- un negocio
en el que los recursos públicos son el principal botín, tanto político como
pecuniario.
En este contexto, el reforzamiento del sistema de universidades “Benito
Juárez” y la ampliación de la Universidad Rosario Castellanos, representan un
experimento que pretende alejarse del actual funcionamiento de las
universidades públicas estatales. Desde mi punto de vista, las primeras todavía
están por demostrar sus bondades, aunque ofrecen alternativas educativas
profesionales que impiden que los estudiantes sean rechazados u obligados a
apagar cuotas de diverso tipo. Asimismo, en el caso de los usos de los recursos
públicos, también debe darse mayor transparencia, así como en la contratación
del personal docente y administrativo. Ahora bien, el modelo debe generar sus
propios mecanismos para evitar la burocratización y la formación de grupos de
interés de todo tipo, lo que no significa negar la posibilidad de que docentes
y administrativos se organicen para defender sus intereses académicos y
laborales.
Lo que sin duda debe evitarse, es la formación de mafias académicas y
administrativas que retrasan el cambio y deciden, más allá de sus atribuciones,
las funciones esenciales universitarias y el reparto –no distribución- de los
recursos públicos. También debe evitarse el uso de la autonomía universitaria
para sostener sistemas opacos y sin rendición de cuentas. En el ámbito
académico, las universidades públicas estatales consolidaron grupúsculos de
poder que deciden el ingreso de nuevos miembros, muchos, parte de redes de
intereses, corrupción y saqueo, que determinan que se investiga y qué programas
académicos se implementan, algunos de los cuales son premios para amigos y
mafias encerradas en sus doradas torres de privilegios.
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