Como en Estados Unidos, la política migratoria mexicana es también de
carácter federal, excepto que para el gobierno de ese país es un asunto
doméstico, es decir, es un problema que atañe nada más a los gobernados y su
gobierno. A nadie más. México ya no es más un país expulsor de migrantes. Se ha
convertido en país de tránsito, arribo, estancia temporal y permanente, y
destino laboral. Estos procesos, además de la presión estadounidense para
detener y regular la llegada y paso de las multitudinarias caravanas migrantes,
cuya principal meta es el país del norte, han obligado a cambiar la política
migratoria mexicana.
Sin embargo, han sido cambios coyunturales, no estructurales. Cambios
políticos, es decir, para mantener una relación bilateral estable, evitando las
amenazas del gobierno estadounidense. Durante el primer mandato de Donald
Trump, ante la amenaza de aplicar aranceles y la construcción del muro
fronterizo, el gobierno mexicano se vio obligado a negociar y aceptar algunas
condiciones de Trump, convirtiendo a México en barrera para evitar el paso de
miles de migrantes que vienen del sur de América Latina, incluyendo
nacionalidades de otras partes del mundo. Muy desafortunado, pero el realismo
se impuso.
En este sentido, a México le toca "manejar", ya no solo la salida de
mexicanos que se van a Estados Unidos –programas braceros, migración
indocumentada, movilidad laboral H2A y H2B, amnistía en 1986, etc.-, sino
también los contingentes de migrantes que vienen de Centroamérica y del Sur.
Cuando AMLO asumió la presidencia de México, planteó una política migratoria
hacia las caravanas migrantes de libre paso, pero la que tuvo que redefinir
ante las presiones de Donald Trump. El segundo mandato del energúmeno naranja
no será tan diferente. Tano halcón nombrado para su gobierno –en realidad
parece una mafia derechista y fascista- no augura una buena relación bilateral
y con América Latina y el Caribe, aunque la decisión clara y fuerte de la
presidenta Claudia Sheinbaum, no permitirá, a pesar de la derecha mexicana, un
trato belicoso.
Ahora bien, la política migratoria mexicana debe cambiar profundamente,
sobre todo en cuanto al manejo del Instituto Nacional de Migración (INM), ente
dependiente de la Secretaría de Gobernación. Su reestructuración urge. Esta instancia
actúa, en los hechos como una barrera violenta y corrupta de la transmigración,
tergiversando las leyes migratorias mexicanas vigentes e impidiendo la
regulación de los migrantes que arriban al país, con la intención de internarse
a territorio estadounidense. El INM debe garantizar el respeto de los derechos
humanos de los migrantes, el derecho al asilo y el tránsito por el país. Asimismo,
la COMAR, instancia que regula el refugio debe igualmente transformarse y
desburocratizarse.
Si en su momento el actual delegado del INM fue un erróneo nombramiento
de AMLO, pues, aunque el titular saliente tiene formación en derechos humanos,
su actuación ha sido devastadora para la posición de México en el marco de la ola
migratoria que diversidad de situaciones obligan a distintas nacionalidades a
abandonar su país, sus localidades, sus pueblos. Asimismo, el reciente nombramiento
del exgobernador de Puebla pone en duda, entre ONG protectoras de los derechos
humanos de los migrantes y estudiosos de las migraciones, su incorporación a una
institución sobre la que pesan más preocupaciones y miedos. No parece haber
mucho interés en reestructurar y refundar la instancia encargada de manejar la
política migratoria mexicana. Asimismo, los estados deben involucrarse más
activamente, pues sus territorios son áreas de tránsito, permanencia temporal o
definitiva de algunos grupos de migrantes.
El nuevo delegado del INM debe garantizar la aplicación de una política
migratoria que atienda efectivamente las migraciones internacionales, sin
violentar los derechos humanos de los migrantes, además de alentar su estancia
temporal sin violencia o canalizar su permanencia, si algunos grupos de migrantes
deciden establecerse en México.
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