Megalomanía y locura es lo que parecen mover a Donald Trump y sus
esbirros fascistas, incluyendo al genocida Benjamín Netanyahu. No solo pretende
colapsar la estructura social y económica de Estados Unidos, sino también
intenta invadir un territorio en el que los palestinos han vivido durante
décadas, después de haber sido expulsados de su patria, lo que hoy llaman los
sionistas Israel. En su país, prácticamente ha puesto en peligro a toda la
sociedad estadounidense, incluidos sus votantes WASP, hispanos/latinos y de otros
orígenes sociales y étnicos.
El imperio estadounidense sucumbió bajo el imperio de la globalización y
el neoliberalismo. En los ochentas, bajo la batuta de Ronald Reagan,
republicano, el Consenso de Washington decidió que para sostener la tasa de
ganancia, debían reestructurarse las economías nacionales y abrirse, dando paso
al fin del fordismo y promoviendo la fragmentación de los procesos productivos
capitalistas, con la finalidad de deprimir los costos de la mano de obra. La
maquila fue una respuesta, pero lo trascendental fue el traslado de las
industrias, sobre todo estadounidenses, a otras partes del mundo.
La globalización no fue más que una vía para recuperar la tasa de
ganancia y abrir nuevas formas de acumulación capitalista. El neoliberalismo le
dio la coartada ideológica y política en países como México, siguiendo el
ejemplo de los Chicago Boys en Chile. Privatizar el aparato gubernamental,
incluidos los derechos humanos, entregados a ONG y OSC, financiados por los
Estados mínimos y los gobiernos extranjeros, fue la respuesta. Globalización y
neoliberalismo fueron la respuesta a los mercados nacionales, no a los
nacionalismos, los que ahora, en la era Trump, renacen, pero atentando en
contra de los derechos de las personas y las colectividades.
Durante décadas, los derechos civiles en Estados Unidos, los derechos
humanos en el mundo capitalista, fueron conquistados por los seres humanos, en
distintas batallas. Aunque algunas organizaciones de la llamada sociedad civil
han pretendido apropiárselos, los pueblos parecen estar hoy conscientes que son
parte esencial del humano, no concesiones. Para Trump y sus sicarios, son
entelequias que nunca el fascismo entenderá. Lo mismo pasó en la Alemania nazi
y la Italia fascista. El holocausto judío es el ejemplo de esos embates en
contra de la humanidad.
En este sentido, la pugna Trumpista por rehacer el imperio es un ataque
frontal a los derechos de la humanidad. No solo de los estadounidenses con sus
órdenes ejecutivas que afirman que solo hay dos sexos en Estados Unidos o que
prohíben el apoyo gubernamental a la población transgenero, a las atletas
transgénero y toda la parafernalia fascista de odio en contra de la diversidad
sexual, sino de otros pueblos del mundo. La intención de que el sionismo
israelí le “entregue” Gaza después de asesinar y masacrar al pueblo palestino,
da cuenta de las perversidades de un personaje que ha sido declarado criminal
ante la justicia de su propio país.
Si bien, la globalización y el neoliberalismo tienen reversa, no
significa que el imperio vuelva con sus viejos fueros. La globalización y el
neoliberalismo fueron instaurados, por un lado, para recuperar la tasa de
ganancia, y por el otro para romper las ataduras de los nacionalismos
económicos y abrir el libre comercio a escala global, con la finalidad de que
la acumulación capitalista encontrara nuevas vías, porque el anquilosamiento
del fordismo impedía el desarrollo de nuevas formas de explotación del humano y
de los recursos naturales. El extractivismo fue una de las respuestas. La
extraordinaria movilidad del capital financiero fue otra. Lenin analizó con
presteza la fase imperialista del capital financiero, pero mutatis mutando, se
refería al imperio global financierista, no a Estados Unidos en particular. Al
migrar libremente el capital financiero, prologaba la caída de los imperios
–británico, estadounidense. La nueva fase del capitalismo salvaje no prevé que
el nacionalismo extremo y fascista Trumpista regrese sus glorias a EEUU.
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